Una caja de doce bombones, tres de los cuales fueron comidos y seis de ellos desaparecidos

Carta encontrada de forma casual, por un niño, mientras jugaba entre unos hierros tirados en un descampado urbano, antes de caer, hacerse una herida en la rodilla que le impidió abrir el sobre, y marcharse corriendo abandonando la carta. Esta a su vez fue encontrada por un agente de apoyo, que la remitió a uno de los apartados de correo secretos, de nuestra agencia.

Estimado hermano, hace tiempo que nada sabemos de ti en el monasterio. Todos recordamos tus amables visitas. Solías venir de forma intermitente. A veces, una vez cada trimestre, otras, las más de las veces, cada quince días. Incluso en algunas ocasiones, te dejabas caer entre nosotros un par de veces por semana. Aquí, todos recordamos las extensas conversaciones que manteníamos a media tarde, junto al pequeño claustro de nuestra santa casa, donde acostumbrabas a ilustrarnos con tu extensa sabiduría y, especialmente, donde nos reconfortabas espiritualmente. Todo, por culpa, de esa forma tan especial e indescriptible que tenías de narrar y de hablar casi en silencio, y que espero sigas teniendo, allá donde tus elocuentes y complejas diatribas hayan decidido acabar. Afortunadas las personas que ahora puedan gozar de tu mirada amplia, que todo lo alcanza y tu verbo creativo y, sobre todo, profundamente respetuoso con el mundo y todos los seres vivos, para nosotros, hijos de Dios, para ti, simplemente seres espirituales.

Cuando empezaste a venir por aquí, surgieron muchas reticencias, especialmente tras nuestra primera conversación, cuando confesaste abiertamente tus dudas sobre la forma en que nosotros interpretábamos o creíamos en Nuestro Señor. En otros tiempos, hubiese supuesto una herejía de tal magnitud, que hubieras acabado en la hoguera, y nosotros mismos nos hubiéramos regocijado de tamaña barbaridad alentando a los verdugos o ejerciendo con saña ese papel. Incluso, puede que nosotros, simplemente por escucharte, a pesar de nuestra total discrepancia teológica y espiritual, habríamos sido también reducidos a ceniza, si algún disciplinado y ortodoxo hermano hubiese renunciado a seguir su instinto y su corazón, haciendo lo que debía hacer.

Pero a pesar de eso, nos encantaba que vinieses y nos planteases nuevas problemáticas, sobre las que discutíamos durante días. A veces apasionadamente, ya que los temas de fe, son como los de la política, muchas veces una cuestión reducida a la necesidad de formar parte de algo de forma irrenunciable, contra toda evidencia, incluso contra tus propios intereses personales. La política es incluso más radical en esto que la fe, y las adhesiones se vuelven fanáticas. Ni que decir tiene, como muy bien nos recordabas, cuando afirmabas el peligro que implica cuando fe y política convergen en una devastadora fusión atómica neuronal de integrismos, la politife se convierte entonces en un arma terrorífica e incontrolable.

Dios, nos envió seguramente tus visitas y tus sabias palabras, para evitar que en nuestra pequeña comunidad de fe, se hilvanara un peligroso hilo de incomprensión del mundo, refugiados en nuestra pequeña torre de marfil, y nos devolvió a la senda de la comprensión humana, sin olvidar nuestra profunda función espiritual. Seguramente, aquellas interminables conversaciones, que ya nadie tiene, ni siquiera nosotros desde que no te dejas ver por aquí, nos salvaron. Pero pocos hay ya dispuestos a ofrecer tiempo de conversación, que no debate, eso solo es tratar de imponer tu dogma sobre el dogma del otro, por lo que hay poca esperanza para el mundo, en un mundo sin tiempo para ofrecer.

Eso era tu regalo, el tiempo, y lo supimos aprovechar y nos salvó. Ahora seguimos avanzando con miedo, porque tus ausencias, parecen suponer un mensaje claro, que no queremos leer, la necesidad de caminar solos en algún momento, o la valentía, que todavía no hemos sido capaces de afrontar, de ofrecer nuestro tiempo de conversación a otros.

Tampoco hemos sido capaces, todavía, de resolver el enigma que nos planteaste. Aquel regalo envenenado, que sigue aguardando en la alacena del refectorio. Esa pequeña caja metálica de bombones, que nadie se ha atrevido a abrir, con aquella enigmática nota escrita de tu puño y letra, casi como una última carta, antes de tu marcha, que dice: Una caja de doce bombones, tres de los cuales fueron comidos y seis de ellos desaparecidos. ¿Qué haréis vosotros, mis queridos hermanos? ¿Os sumaréis a esa mayoría desaparecida? ¿Os dejaréis comer? ¿Seguiréis en la caja para siempre? ¿Responderéis a alguna de estas preguntas o formularéis la vuestra? Ni siquiera sabéis si todavía siguen ahí dentro esos tres bombones. Y aquí seguimos, sin saberlo, paralizados por el miedo. Todavía no hemos abierto la caja, y ahora te maldecimos por ello y desearíamos haberte visto arder en esa hoguera que purifica las herejías, maldito bastardo miserable.

Firmado. Don Rafael de Vera. Prior de la Orden de los Santos Hermanos del Monasterio de la Virtud y la Decrepitud.

Foto Flickr Commons: St Andrews 1842. John Adamson, Robert Adamson. National Galleries of Scotland


© Ricard Ramon Sobre mí